Al conurbano bonaerense había ido dos veces: la primera, al
encuentro de Narrativas Pedagógicas en el centro del Florencio Varela, partido –algo
así como una comuna- ubicado al sur de la ciudad de Buenos Aires; la segunda,
cuando tomé la micro en dirección contraria y llegué a la periferia de
Avellaneda, uno de los sectores marginales de esta capital. Tal como en aquella
vez hoy conocí mucho. Perder(se) debe ser una de las mejores formas de
encontrar(se).
Esta vez lo hice bien, tanto que llegué con una hora y media
de antelación a Estanislao Zeballos, una localidad del partido de Varela
ubicada a una hora de viaje en tren desde Buenos Aires. En ese lugar debía
coordinar un grupo de Documentación Narrativa de Experiencias Pedagógicas en el
marco de un proyecto impulsado por el municipio del cual participaron 17
escuelas y más de un centenar de maestros y maestras. La hora pactada era las
once de la mañana. Yo llegue a las nueve y media. Ese error –otra vez- me
permitió caminar y conocer. Zeballos es un lugar mitad rural, mitad urbano. Para
llegar hasta ahí se ve desde el tren un paisaje que nada tiene que ver con la
imagen clásica de Buenos Aires caracterizada por construcciones de principios
del siglo XX, arquitectura muy europea, grandes parques y edificios públicos.
El conurbano es, en cambio, aquello que la ciudad no pudo absorber. O, peor
aún, aquello que la ciudad expulsó. Varias de sus localidades han sido
construidas sobre suelos anteriormente ocupados por basurales. Por sus límites
corren cursos de agua que mantienen a la población siempre en riesgo de
inundación. En el trayecto –donde la gente se desplaza, donde los niños juegan-
hay basura y barro. Por las calles de Zeballos abundan los perros, riachuelos y
caminos sin pavimentar. Hay también muchas bicicletas y las rosas que el centro
de Buenos Aires no me había querido mostrar. Algunas de sus construcciones
están inconclusas. Todo en este país –y en el mío también aunque se vea menos-
está a medio terminar.
El Instituto 54 que organizaba las jornadas –y que forma a
profesoras de primaria- está a solo tres cuadras de la estación. Es un
edificio sencillo que contrastaba con el empeño con el que fue levantado el
encuentro. Todas las salas estaban abiertas con exposiciones en base al tema “Educación
y Medios Audiovisuales” donde uno podía aprender de cine, radio y televisión
argentina. Había charlas, venta de publicaciones y, en el aula 5, el encuentro
de Narrativas Pedagógicas que yo debía moderar. Leyeron tres docentes sus
relatos producidos con anterioridad en el taller de Varela, pero además, otros
quince participantes que escucharon y comentaron los textos. Introduje qué es
la Documentación Narrativa, expliqué la dinámica y nos pusimos a escribir y
dialogar en torno a los textos.
En Argentina la gente habla mucho. Comparten, vociferan,
alegan, se exasperan y eso para un espacio de debate en torno al quehacer
docente es muy bueno. Casi sin yo hacer nada la conversación fluyó y las
experiencias narradas empezaron a mostrar su otra cara –sus destellos- a la luz
del diálogo entre pares. Habían docentes y estudiantes de profesorado. En las
caras de las últimas vi temor ante lo que contaban las profesoras. Vi también
ganas y espero que eso compense la realidad con la que se encontrarán en la
profesión que eligieron.
La consigna en torno a la cual escribían era “Hubo una vez
un extranjero en el aula”. Curiosamente muy pocas de ellas hablaron sobre el
extranjero en términos nacionales, sino más bien hablaron del otro y cómo, en
ocasiones, ellas mismas en tanto maestras, eran las extranjeras de la sala. El
intercambio fue fecundo. Es extraña la conexión que provocan las narrativas. Es
como si fuera un ejercicio de recuperación de la humanidad en un espacio como
la escuela que ha sido tenazmente deshumanizado, desalojando de ella el saber
práctico, la emoción, el dolor, la dicha plena. Todo eso alumbró este día y no
hice casi nada para que ocurriera. La humanidad fluye de todos aquellos que lo
permitan, no hay ni que forzarla.
Anoté en mi libreta –la que me regalaron las talleristas de
Santiago antes de venirme a Buenos Aires- lo que para mí unía a todos los
textos: que en las relaciones pedagógicas nos acostumbraron a producir la transformación
en el otro. Que debemos ir hasta el del frente –el niño- y cambiarlo, educarlo,
ennoblecerlo. Pero con esta técnica a mí me queda clara otra cosa: que en las
relaciones pedagógicas es uno el que cambia primero. Si hay algo que pasa
cuando un profesor enseña es que este cambia y nunca más vuelve a ser el mismo.
Tener conciencia de eso es permitirle al otro, al estudiante, por ejemplo, que
viva su propio cambio el que, sin duda y he ahí el conflicto, no será el mismo
que el del docente y ni siquiera será justo aquello que el docente quiera
generar. Si enseñar entonces, es cambiar, enseñar es un misterio.
La sesión cerró con muchas cosas pero por sobre todo vi
risas. Dientes, mejillas en alto. Me fui a la estación de tren donde reposé
acostada al sol en una banca hasta subirme al vagón.
Enseñar se parece mucho a viajar, porque uno nunca vuelve a
ser el mismo.
BF
Querida Belén:
ResponderEliminarMuchas gracias por haberte llegado hasta estos pagos para coordinar un taller en el instituto en el que trabajo y por compartir esa experiencia con tanto entusiasmo. Los comentarios de las participantes dieron cuenta de que lo que se vivió allí fue genial y seguro que tuvo mucho que ver tu presencia.
Un abrazo grande,
Angélica